Un aspecto de primera importancia para comprender los Estados Unidos de fines de los cuarenta y los cincuenta es el fenómeno de la histeria anticomunista. No fue un fenómeno nuevo, pues ya había existido tras la Primera Guerra Mundial, en 1919-1920.
Además, nació, en realidad, antes del final del conflicto e incluso del estallido de la Guerra Mundial. La HUAC -«House on Unamerican Activities Comittee»-, es decir, el comité parlamentario para perseguir las actividades «antiamericanas»- fue establecido en 1938 y en 1940 se aprobó la Smith Act persecutoria de los defensores del comunismo; éstos eran los momentos en los que el comunismo soviético parecía un aliado firme de los nazis. Sin embargo, fue en la posguerra cuando todas esas actitudes se demostraron más peligrosas en la vida política y cultural norteamericanas, porque tanto el FBI como la CIA, organismos que en teoría debían servir para la defensa de las libertades personales, fueron empleados en sentido contrario de lo que debía ser su propósito auténtico.
Edgar Hoover, que estuvo al frente del primer organismo casi medio siglo, se caracterizó por el empleo de procedimientos carentes de todo tipo de escrúpulos. Obseso del orden y la rutina, apasionado por los rumores insignificantes, sobre todo si se referían a la vida sexual de los presuntos subversivos, fue utilizado sucesivamente por todos los presidentes norteamericanos. Truman, el primero de ellos, llegó a pensar que «esto debe acabar» pero acabó por utilizar estos servicios.
El temor al peligro comunista no hizo otra cosa que crecer a partir de mediados de los años cuarenta y estaba ya consolidado en 1949, cuando la Administración tomó la decisión de construir la bomba de hidrógeno y llegar a una nueva política general con respecto a la URSS. Una serie de incidentes, que tenían un aparente fundamento pero que en realidad fueron muy exagerados, contribuyeron a una histeria anticomunista que se trasladó al conjunto de la sociedad norteamericana. Ya en 1945 se planteó el asunto del periódico Amerasia, partidario de los comunistas chinos, al que se descubrió que poseía documentación secreta. Vinieron a continuación los interrogatorios públicos realizados por la HUAC a todo tipo de personas conocidas, principalmente relacionadas con el mundo cultural y cinematográfico.
Las comparecencias les parecieron a muchos de quienes las sufrieron una especie de sucesión de llaves de judo: si, por ejemplo, los interrogados recurrían a la quinta enmienda de la Constitución para no responder acerca de lo que no eran más que sus relaciones personales con otros miembros de su profesión, ésa, para quienes preguntaban, era la señal de que algo tenían que ocultar y, por lo tanto, entraban en las listas negras que les impedían en muchos casos trabajar. En 1947 se produjo una agresión en toda regla a Hollywood. Hubo personas que colaboraron con todo entusiasmo con el fervor persecutorio anticomunista como Gary Cooper, Walt Disney o el, por entonces, actor Ronald Reagan. Otras se negaron a responder y lograron el apoyo de artistas como Lauren Bacall, Kathreen Hepburn o Danny Kaye.
Algunas figuras del espectáculo como Frank Sinatra o Judy Garland protestaron en contra de esos furores inquisitoriales. Pero quienes se habían negado a responder, junto con otras 240 personas, fueron puestos en listas negras y sufrieron en mayor o menor grado en sus carreras profesionales el hecho de haber tenido amistades supuestamente poco recomendables, aunque la mayoría de ellos no tenían nada de comunistas. Figuraron entre los presuntos subversivos personas como los actores Edward G. Robison y Orson Welles, el director de orquesta sinfónica Leonard Bernstein y el cantante de música «folk» Pete Seeger. Desde 1948 hubo también expulsiones de comunistas de sus puestos en todos los grados de la enseñanza; aunque sería exagerado decir que hubo un auténtico terror por este motivo, se puede calcular que unos 600 profesores perdieron sus puestos.
Sobre el creciente anticomunismo de la sociedad norteamericana da cuenta el hecho de que, en 1947, el 61% de los electores era partidario de la ilegalización del partido comunista pero, sobre todo, la realidad de que auténticas fortunas individuales en el campo político fueran conseguidas a base de esgrimir un anticomunismo. Este fue el caso de Mc Carran, uno de los más conspicuos defensores del régimen de Franco en el Congreso norteamericano. También Richard Nixon, el futuro presidente, se inició en la política norteamericana con esta actitud, identificando incluso el antiamericanismo con la propensión de que el Estado se entrometiera excesivamente en la vida de los ciudadanos, de modo que una actitud muy característica del partido demócrata podía ser asimilada a una peligrosa deriva hacia el comunismo. Nixon, por ejemplo, jugó un papel importante en el caso de un funcionario prestigioso, Algernon Hiss, denunciado por un antiguo comunista Whittaker Chambers.
Ambos personajes eran la antítesis y todo parecía favorecer al primero desde el punto de vista de su fiabilidad, pero acabó siendo condenado por perjurio a tres años de cárcel, aunque nunca reconociera sus culpas. Casos como éste fomentaron la histeria anticomunista porque dieron la sensación de que existía una conspiratoria penetración de espías en los niveles más altos de la Administración norteamericana gracias a una fuerza poderosa y tentacular. La verdad distaba mucho de esta descripción. En 1949 el partido comunista era, en realidad, una fuerza despreciable y ni siquiera recibía ayuda alguna de la URSS. Los dirigentes comunistas fueron finalmente procesados en 1951 cuando su influencia había quedado reducida a la nada. En 1956 había 5.000 comunistas en Estados Unidos y el número de agentes del FBI infiltrados en su interior era tan grande que, si hubiera querido, el propio Edgar Hoover hubiera podido convertirse en su presidente.
A estas alturas había pasado ya el momento peor de la histeria anticomunista pero todavía no había desaparecido por completo del horizonte quien quedó principalmente identificado con ella, el senador por Wisconsin, Joe Mc Carthy. En realidad Mc Carthy fue un tardío llegado a este fenómeno pero también quien más se benefició de él. En febrero de 1950, Mc Carthy denunció doscientos supuestos casos de comunistas infiltrados que trabajarían en el Departamento de Estado. Era, en realidad, un mentiroso patológico dispuesto a inventarse un pasado de héroe de guerra del que carecía y fabular conspiraciones de las que nunca ofreció pruebas. Bebedor, con un escaso balance positivo en su trayectoria en el Senado, necesitaba buenos argumentos para ser reelegido. Su estrategia consistió siempre en argumentar a base de documentos que no revelaba porque decía que eran secretos. Nunca identificó a un solo subversivo y, además, éstos en realidad no le interesaban sino para armar ruido. Sus adversarios reales eran personas pertenecientes al «stablishment» liberal de la costa Este, como Dean Acheson, de quien abominaba de sus pantalones a rayas y su acento inglés. Pronto logró un apoyo populista entre quienes pertenecían a medios sindicales y culturales muy distintos y veían en Washington una administración lejana y prepotente.
Lo que más llama la atención de Mc Carthy es el éxito que logró pese a la endeblez de sus argumentos. Una encuesta aseguró, a comienzos de los cincuenta, que el 84% de los norteamericanos le había oído y el 39% pensaba que sus denuncias tenían al menos una parte de razón. Sin duda, tuvo el apoyo de Taft, la figura más prominente de los republicanos conservadores, pero también el futuro presidente Kennedy pensó que podía haber algo de verdad en sus acusaciones. Sólo en 1954, durante algunos meses, las encuestas parecieron probar que una mayoría de los norteamericanos consideraba que podía tener razón. Pero a estas alturas ya unas decenas de miles de personas habían perdido sus puestos de trabajo, unos centenares fueron encarcelados, unos ciento cincuenta fueron deportados y dos -los Rosenberg, acusados de ser espías a favor de la Unión Soviética- fueron ejecutados, con motivos o sin ellos. Lo peor, sin embargo, del ambiente creado por la histeria anticomunista fue que polucionó el debate político e impidió la difusión e incluso la subsistencia de cualquier causa progresista que pudiera ser acusada, por remotamente que fuera, de tener que ver con el comunismo.
Como es lógico, la histeria anticomunista tuvo un inevitable impacto en el mundo de la cultura. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), estableció una fundamentada identificación entre el nazismo y el comunismo mientras que en la película La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) se establecía una metáfora de los temores anticomunistas a través de unos seres extraños y perversos de los que se temía que llegaran a apoderarse del mundo. En la alta cultura de estos años un tema recurrente fue el enfrentamiento del individuo contra el sistema, como se demuestra en la obra de Tenessee Williams o en Arthur Miller, pero también en los personajes cinematográficos de actores como Bogart y Dean. Los años de la posguerra fueron también un período de un extraordinario desarrollo de la educación en todos los niveles. Además, el liderazgo norteamericano en muchas parcelas de la vida social se transmitió también al mundo de la cultura. En los quince años posteriores a la Guerra Mundial el número de orquestas sinfónicas se duplicó. Jackson Pollock, la figura más significada del expresionismo abstracto, se convirtió en una especie de héroe nacional y Nueva York en la capital de las artes plásticas contemporáneas, sustituyendo al París de otros tiempos. No obstante, fue la cultura popular aquel terreno en el que la primacía norteamericana resultó más evidente y abrumadora. La temprana difusión de la televisión convirtió a una de sus actrices, Lucille Ball, en personaje tan popular como para competir en audiencia pública con Eisenhoewer el día en que éste tomo posesión.
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