Extensión del conflicto

Nixon había defendido llevar a cabo un programa de «vietnamización», que sirvió para formar un Ejército sudvietnamita de un millón de personas con un armamento muy moderno, mientras reducía los 550.000 hombres propios a los que se había llegado a tan sólo a 20.000 y las bajas del 28 al 1% del total.

Al mismo tiempo, no tuvo el menor inconveniente en dar la sensación de no pararse en barras en cuanto a los medios de actuar a la hora de liquidar la guerra. Incluso no tuvo inconveniente en aparecer como un enloquecido agresor, peligroso precisamente por serlo. La invasión de Comboya en 1970 no sirvió para otra cosa que para trasladar al interior de este país los santuarios guerrilleros, pero les hizo a los norteamericanos, además, incrementar su presencia política y militar en la región, dando la sensación que imponían sus Gobiernos. En 1971 los sudvietnamitas intervinieron también en Laos. A su vez, en marzo de 1972 se produjo una invasión de tropas regulares de Vietnam del Norte acompañadas por tanques rusos. Se produjo entonces, como réplica, una escalada de bombardeos norteamericanos acompañada también del minado de los puertos norvietnamitas. Ninguna de ambas acciones tuvo un resultado decisorio.

Mientras tanto, tenían lugar en París las negociaciones entre norvietnamitas y norteamericanos. En sus escritos, Kissinder ha dejado clara la dificultad para llegar a un acuerdo. Después de una intervención carente de justificación, los norteamericanos «no podíamos retirarnos de una empresa que implicaba a dos administraciones, cinco países y decenas de miles de muertos como quien cambia de canal». Pero, al mismo tiempo, la oposición causaba graves problemas: «las palomas demostraron ser una malvada especie de pájaros» porque no parecían ver las dificultades objetivas existentes para llegar a una solución y sólo servían para deteriorar la propia postura. En la negociación, los norteamericanos se encontraron con un enemigo absolutamente implacable, sin ningún interés en llegar a un acuerdo que implicara cesión alguna o sin preocupación por sus bajas, lo que era por completo inédito en la diplomacia norteamericana. «El leninismo de Le Duc Tho -ha escrito Kissinger- le había convencido de que él comprendía mis motivaciones mucho mejor que yo mismo».

Al acuerdo se llegó tan sólo en enero de 1973 pactando el abandono de los norteamericanos, la formación de un Gobierno provisional y elecciones. Cuando los norteamericanos lo trataron de llevar a la práctica se enfrentaron con Thieu: los sudvietnamitas pretendieron nada menos que 69 cambios en lo ya suscrito. Hasta tal punto había llegado la sustitución por los norteamericanos de aquellos a quienes habían querido ayudar. Mientras tanto, en Laos los comunistas se habían hecho ya con el poder y los norvietnamitas no hacían nada ni remotamente parecido a mantener la fidelidad a lo acordado, lanzando ataques que motivaron sucesivos bombardeos norteamericanos. El mismo día del alto el fuego violaron los acuerdos 29 veces y argumentaron que los carros de combate con los que cruzaban la frontera servían, en realidad, para transportar alimentos. Las perspectivas eran, pues, malas y se confirmaron cuando el legislativo norteamericano ató las manos del ejecutivo. «Perdimos el bastón por Indochina y la zanahoria por la cuestión de la emigración judía», escribió luego Kissinger. Aludía a que el presidente Nixon perdió la posibilidad de actuar en el terreno militar y además se vio impedido de poder hacerlo de forma indirecta a través del comercio con los soviéticos.

En la práctica, pues, lo acordado no sirvió para otra cosa que para establecer un plazo antes de la reanudación de los combates, ya sin la participación de los norteamericanos, que en marzo de 1973 habían evacuado Vietnam. Lo que vino a continuación fue comparado por un dirigente de la CIA, Colby, con un derrumbamiento como el de Francia en 1940. Thieu llegó a controlar el 85% de la población sudvietnamita, pero en 1974 padeció un virtual abandono absoluto por sus antiguos aliados: al votar el legislativo norteamericano una cantidad de ayuda que era la mitad de lo propuesto por el Gobierno, el resultado fue el desmoronamiento moral de Vietnam del Sur. En abril de 1975 los Khmers rojos se apoderaron de Camboya. El ataque realizado por los norvietnamitas y el Vietcong a continuación supuso la sorpresa para los atacantes de concluir con una victoria absoluta cuando la ofensiva final estaba preparada para un año después. En poco tiempo se implantó un régimen comunista que tuvo muy poco en cuenta a buena parte de los que habían combatido por la liberación.

Histeria anticomunista

Un aspecto de primera importancia para comprender los Estados Unidos de fines de los cuarenta y los cincuenta es el fenómeno de la histeria anticomunista. No fue un fenómeno nuevo, pues ya había existido tras la Primera Guerra Mundial, en 1919-1920.

Además, nació, en realidad, antes del final del conflicto e incluso del estallido de la Guerra Mundial. La HUAC -«House on Unamerican Activities Comittee»-, es decir, el comité parlamentario para perseguir las actividades «antiamericanas»- fue establecido en 1938 y en 1940 se aprobó la Smith Act persecutoria de los defensores del comunismo; éstos eran los momentos en los que el comunismo soviético parecía un aliado firme de los nazis. Sin embargo, fue en la posguerra cuando todas esas actitudes se demostraron más peligrosas en la vida política y cultural norteamericanas, porque tanto el FBI como la CIA, organismos que en teoría debían servir para la defensa de las libertades personales, fueron empleados en sentido contrario de lo que debía ser su propósito auténtico.
Edgar Hoover, que estuvo al frente del primer organismo casi medio siglo, se caracterizó por el empleo de procedimientos carentes de todo tipo de escrúpulos. Obseso del orden y la rutina, apasionado por los rumores insignificantes, sobre todo si se referían a la vida sexual de los presuntos subversivos, fue utilizado sucesivamente por todos los presidentes norteamericanos. Truman, el primero de ellos, llegó a pensar que «esto debe acabar» pero acabó por utilizar estos servicios.
El temor al peligro comunista no hizo otra cosa que crecer a partir de mediados de los años cuarenta y estaba ya consolidado en 1949, cuando la Administración tomó la decisión de construir la bomba de hidrógeno y llegar a una nueva política general con respecto a la URSS. Una serie de incidentes, que tenían un aparente fundamento pero que en realidad fueron muy exagerados, contribuyeron a una histeria anticomunista que se trasladó al conjunto de la sociedad norteamericana. Ya en 1945 se planteó el asunto del periódico Amerasia, partidario de los comunistas chinos, al que se descubrió que poseía documentación secreta. Vinieron a continuación los interrogatorios públicos realizados por la HUAC a todo tipo de personas conocidas, principalmente relacionadas con el mundo cultural y cinematográfico.

Las comparecencias les parecieron a muchos de quienes las sufrieron una especie de sucesión de llaves de judo: si, por ejemplo, los interrogados recurrían a la quinta enmienda de la Constitución para no responder acerca de lo que no eran más que sus relaciones personales con otros miembros de su profesión, ésa, para quienes preguntaban, era la señal de que algo tenían que ocultar y, por lo tanto, entraban en las listas negras que les impedían en muchos casos trabajar. En 1947 se produjo una agresión en toda regla a Hollywood. Hubo personas que colaboraron con todo entusiasmo con el fervor persecutorio anticomunista como Gary Cooper, Walt Disney o el, por entonces, actor Ronald Reagan. Otras se negaron a responder y lograron el apoyo de artistas como Lauren Bacall, Kathreen Hepburn o Danny Kaye.

Algunas figuras del espectáculo como Frank Sinatra o Judy Garland protestaron en contra de esos furores inquisitoriales. Pero quienes se habían negado a responder, junto con otras 240 personas, fueron puestos en listas negras y sufrieron en mayor o menor grado en sus carreras profesionales el hecho de haber tenido amistades supuestamente poco recomendables, aunque la mayoría de ellos no tenían nada de comunistas. Figuraron entre los presuntos subversivos personas como los actores Edward G. Robison y Orson Welles, el director de orquesta sinfónica Leonard Bernstein y el cantante de música «folk» Pete Seeger. Desde 1948 hubo también expulsiones de comunistas de sus puestos en todos los grados de la enseñanza; aunque sería exagerado decir que hubo un auténtico terror por este motivo, se puede calcular que unos 600 profesores perdieron sus puestos.

Sobre el creciente anticomunismo de la sociedad norteamericana da cuenta el hecho de que, en 1947, el 61% de los electores era partidario de la ilegalización del partido comunista pero, sobre todo, la realidad de que auténticas fortunas individuales en el campo político fueran conseguidas a base de esgrimir un anticomunismo. Este fue el caso de Mc Carran, uno de los más conspicuos defensores del régimen de Franco en el Congreso norteamericano. También Richard Nixon, el futuro presidente, se inició en la política norteamericana con esta actitud, identificando incluso el antiamericanismo con la propensión de que el Estado se entrometiera excesivamente en la vida de los ciudadanos, de modo que una actitud muy característica del partido demócrata podía ser asimilada a una peligrosa deriva hacia el comunismo. Nixon, por ejemplo, jugó un papel importante en el caso de un funcionario prestigioso, Algernon Hiss, denunciado por un antiguo comunista Whittaker Chambers.
Ambos personajes eran la antítesis y todo parecía favorecer al primero desde el punto de vista de su fiabilidad, pero acabó siendo condenado por perjurio a tres años de cárcel, aunque nunca reconociera sus culpas. Casos como éste fomentaron la histeria anticomunista porque dieron la sensación de que existía una conspiratoria penetración de espías en los niveles más altos de la Administración norteamericana gracias a una fuerza poderosa y tentacular. La verdad distaba mucho de esta descripción. En 1949 el partido comunista era, en realidad, una fuerza despreciable y ni siquiera recibía ayuda alguna de la URSS. Los dirigentes comunistas fueron finalmente procesados en 1951 cuando su influencia había quedado reducida a la nada. En 1956 había 5.000 comunistas en Estados Unidos y el número de agentes del FBI infiltrados en su interior era tan grande que, si hubiera querido, el propio Edgar Hoover hubiera podido convertirse en su presidente.

A estas alturas había pasado ya el momento peor de la histeria anticomunista pero todavía no había desaparecido por completo del horizonte quien quedó principalmente identificado con ella, el senador por Wisconsin, Joe Mc Carthy. En realidad Mc Carthy fue un tardío llegado a este fenómeno pero también quien más se benefició de él. En febrero de 1950, Mc Carthy denunció doscientos supuestos casos de comunistas infiltrados que trabajarían en el Departamento de Estado. Era, en realidad, un mentiroso patológico dispuesto a inventarse un pasado de héroe de guerra del que carecía y fabular conspiraciones de las que nunca ofreció pruebas. Bebedor, con un escaso balance positivo en su trayectoria en el Senado, necesitaba buenos argumentos para ser reelegido. Su estrategia consistió siempre en argumentar a base de documentos que no revelaba porque decía que eran secretos. Nunca identificó a un solo subversivo y, además, éstos en realidad no le interesaban sino para armar ruido. Sus adversarios reales eran personas pertenecientes al «stablishment» liberal de la costa Este, como Dean Acheson, de quien abominaba de sus pantalones a rayas y su acento inglés. Pronto logró un apoyo populista entre quienes pertenecían a medios sindicales y culturales muy distintos y veían en Washington una administración lejana y prepotente.

Lo que más llama la atención de Mc Carthy es el éxito que logró pese a la endeblez de sus argumentos. Una encuesta aseguró, a comienzos de los cincuenta, que el 84% de los norteamericanos le había oído y el 39% pensaba que sus denuncias tenían al menos una parte de razón. Sin duda, tuvo el apoyo de Taft, la figura más prominente de los republicanos conservadores, pero también el futuro presidente Kennedy pensó que podía haber algo de verdad en sus acusaciones. Sólo en 1954, durante algunos meses, las encuestas parecieron probar que una mayoría de los norteamericanos consideraba que podía tener razón. Pero a estas alturas ya unas decenas de miles de personas habían perdido sus puestos de trabajo, unos centenares fueron encarcelados, unos ciento cincuenta fueron deportados y dos -los Rosenberg, acusados de ser espías a favor de la Unión Soviética- fueron ejecutados, con motivos o sin ellos. Lo peor, sin embargo, del ambiente creado por la histeria anticomunista fue que polucionó el debate político e impidió la difusión e incluso la subsistencia de cualquier causa progresista que pudiera ser acusada, por remotamente que fuera, de tener que ver con el comunismo.

Como es lógico, la histeria anticomunista tuvo un inevitable impacto en el mundo de la cultura. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), estableció una fundamentada identificación entre el nazismo y el comunismo mientras que en la película La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) se establecía una metáfora de los temores anticomunistas a través de unos seres extraños y perversos de los que se temía que llegaran a apoderarse del mundo. En la alta cultura de estos años un tema recurrente fue el enfrentamiento del individuo contra el sistema, como se demuestra en la obra de Tenessee Williams o en Arthur Miller, pero también en los personajes cinematográficos de actores como Bogart y Dean. Los años de la posguerra fueron también un período de un extraordinario desarrollo de la educación en todos los niveles. Además, el liderazgo norteamericano en muchas parcelas de la vida social se transmitió también al mundo de la cultura. En los quince años posteriores a la Guerra Mundial el número de orquestas sinfónicas se duplicó. Jackson Pollock, la figura más significada del expresionismo abstracto, se convirtió en una especie de héroe nacional y Nueva York en la capital de las artes plásticas contemporáneas, sustituyendo al París de otros tiempos. No obstante, fue la cultura popular aquel terreno en el que la primacía norteamericana resultó más evidente y abrumadora. La temprana difusión de la televisión convirtió a una de sus actrices, Lucille Ball, en personaje tan popular como para competir en audiencia pública con Eisenhoewer el día en que éste tomo posesión.

http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3164.htm

 

Inicios de la Guerra Fria

Inicios de la Guerra Fria

Los Estados Unidos de Truman

Época: Inicios Guerra Fria
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

El año 1946 se abrió bajo los mejores auspicios para los norteamericanos. Con la victoria en la segunda Guerra Mundial se abrió una nueva etapa en la Historia de los Estados Unidos.

 Esencial en este período de la vida norteamericana fue la sensación colectiva de que en este momento se podía conseguir alcanzar lo que la nación se propusiera. Un comentarista político, Luce, aseguró que se iniciaba «an American Century», un siglo americano. Así fue en el sentido de que en gran medida lo que fue sucediendo en los Estados Unidos acabó por producirse luego en otras latitudes, incluso en las más lejanas.

Los Estados Unidos concluyeron la Segunda Guerra Mundial con 405.000 muertos, muchos más que al final de la primera, pero también con un grado espectacular de prosperidad y también de unanimidad respecto a los planteamientos fundamentales. Aunque luego, muchos años después, hubo actitudes muy contrapuestas, lo cierto es que en 1945 el 75% de los norteamericanos estaba de acuerdo con el lanzamiento de la bomba atómica. En realidad nadie entre los dirigentes del país manifestó una clara voluntad de que la bomba no fuera lanzada. Pero esta unanimidad estuvo acompañada también por una indudable ingenuidad. En 1945, el 80% de los norteamericanos estaba de acuerdo con la vertebración de un nuevo sistema de relaciones internacionales basado en la ONU  y pensado para hacer posible la paz. En estos momentos, además, la popularidad de la Unión Soviética entre los norteamericanos era superior a la que obtenía Gran Bretaña. Menos de un tercio de los norteamericanos pensaba en la posibilidad de que hubiera una guerra en el próximo cuarto de siglo. Al mismo tiempo, no tantos norteamericanos fueron conscientes del decisivo papel que le correspondería jugar en adelante a los Estados Unidos. Se explica esta situación por el previo aislamiento que sólo había sido superado con la entrada en la guerra: hasta 1938 Rumania había tenido un Ejército más numeroso que los Estados Unidos. 

Además, después de concluida, había otras poderosas razones para no sentir ningún tipo de prevención ante el exterior. Con independencia de que no hubiera perspectivas en el horizonte de enfrentamiento, al final de la guerra no había países sobre la superficie del globo que tuvieran bombas atómicas ni tampoco aviones para transportarlas hasta los Estados Unidos. Pero de toda esta situación en el plazo de los tres años transcurridos hasta 1948 ya no quedaba nada. Si las perspectivas interiores  seguían siendo buenas, aunque entreveradas de una peculiar histeria anticomunista, el horizonte exterior se había entenebrecido de forma definitiva. Truman, en el momento en que le tocó dar el pésame a la viuda de Roosevelt, le preguntó qué podía hacer por ella y ésta le contestó con idéntica pregunta. El presidente fallecido había dejado como herencia a los Estados Unidos una mujer que era un político muy poco práctico y un vicepresidente que era un político muy pragmático, pero al que nadie parecía tomarle muy en serio, ni siquiera aquel que le había nombrado. Persona con capacidad ejecutiva y decisoria, accesible y popular, Harry Truman tenía un curriculum nada impresionante. Había fracasado en una empresa textil y eso le había hecho dedicarse a la política, pero parecía un profesional de la misma a muchos años luz del presidente Roosevelt, quien ni siquiera le conocía, y fue convertido en candidato porque Byrnes, su opción preferida, parecía más peligroso para que triunfara su candidatura.
Truman no estaba preparado ni remotamente para la decisiva misión que tuvo que desempeñar en materia internacional e incluso había sido marginado en tiempos anteriores de cualquier debate de la administración norteamericana en torno a política exterior. Su única declaración en esta materia, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había consistido en decir que los Estados Unidos tenían que estar en contra de cualquiera que triunfara, fuera Alemania o Rusia. 

Patriota, concienzudo y poco brillante, Truman tuvo que enfrentarse con prudencia o con imaginación, según los casos, a algunas de las más graves decisiones de política exterior de su país en un momento decisivo.
En su última comunicación con Churchill, Roosevelt le había recomendado «minimizar» el problema con los soviéticos pero, en realidad, él mismo había empezado a ser consciente de todas las dificultades para llegar a un acuerdo duradero con Stalin. Roosevelt no era un ingenuo simplón en estas materias, tal como en ocasiones se le ha retratado. Pero lo que, sin duda, resulta cierto es que Truman en diez días cambió mucho y con brusquedad la relación norteamericana con la URSS. Asesorado por Harriman, el embajador norteamericano en Moscú, en la primera conversación que tuvo con Molotov le mostró tal dureza que el diplomático soviético aseguró que nunca había sido tratado así. Político provinciano, Truman estaba convencido de que, a base de tratar a Stalin con monosílabos, podría obtener de ellos mucho más que con condescendencia.
En realidad Stalin era bastante más prudente y proclive a la cautela respecto a la política exterior que a la interior. Según Kennan, el primer elaborador de la doctrina de la «contención», la idea de una Unión Soviética dispuesta de forma inmediata al ataque con Estados Unidos fue siempre, más que nada, el producto de la imaginación. Pero la dura reacción norteamericana, una vez llegó al poder Truman, tuvo como consecuencia multiplicar las sospechas de Stalin y su inseguridad. Para él la bomba atómica tenía un efecto principalmente psicológico y, por eso, sólo podía afectar a quien tuviera «nervios débiles». No le influyó, por tanto, de manera especial la noticia de que el adversario tenía la bomba, lo que, además, ya conocía gracias a sus espías pero, en cambio, se quejó de la brusca suspensión de los envíos de ayuda que la URSS había venido recibiendo durante toda la guerra. De este modo puede decirse que en el estallido de la guerra fría tuvo un papel decisivo la percepción que se tuvo del adversario. Como veremos más adelante, además, ésta acabó afectando de forma muy destacada a la evolución de la vida interna de los Estados Unidos. 

En la definición de una política respecto a la guerra fría jugó un papel decisivo sobre Truman la fuerte influencia de un «establishment» cuyas actitudes habrían de perdurar en el seno de la política norteamericana. Stimson, el general Marshall -«el americano más grande en vida», según Truman-, Forrestal o Dean Acheson, un arrogante diplomático, fueron sus figuras más destacadas y alguno de ellos, como el último, duró hasta los años setenta en su influencia sobre la política exterior norteamericana. Formaban parte de una élite cultivada que era consciente de lo mucho que había luchado Estados Unidos para obtener la victoria y que deploraban el «apaciguamiento» en el que se habían embarcado las potencias democráticas europeas hasta 1939. Para ellos existía la absoluta necesidad de que los Estados Unidos fueran creíbles; además, estaban convencidos de que disponían de todos los medios materiales, técnicos y humanos para conseguir lo que quisieran. La conciencia de la necesidad de no ceder ante los soviéticos se transmitió al presidente quien, en sus memorias, asegura sobre la actuación sovietica en Corea que «el comunismo ha actuado exactamente como Hitler y Mussolini habían actuado quince y veinte años antes». Esa actitud de los dirigentes norteamericanos se mantuvo durante décadas. Quienes ejercieron el poder cuando estalló la guerra fría no tenían nada de conservadores. Truman podía ser elemental -«su lengua iba más deprisa que su cabeza», afirmaba Acheson- pero era un demócrata progresista. A su madre le comentó que tenía un amigo que en veinte años no había tratado a un republicano. «No se ha perdido gran cosa», repuso ésta. 

Los primeros meses de 1946 supusieron un cambio en la política norteamericana sobre la URSS pero no determinaron aún un giro definitivo. El gasto militar pasó de casi ochenta y dos mil de millones de dólares a algo más de trece mil millones en 1945-7, una reducción impresionante que denota la confianza en la paz. Ya en abril de 1946 habían sido desmovilizados siete de los doce millones de hombres con los que Estados Unidos había concluido la Guerra Mundial y pronto las Fuerzas Armadas sólo contaron con un millón y medio de soldados. Es cierto que los Estados Unidos tenían en sus manos -de momento en régimen de monopolio- el arma nuclear, pero las bombas atómicas exigían setenta hombres para montarlas y los aviones erraban en ocasiones hasta kilómetros al lanzarlas. Además, ni siquiera existía un número muy elevado. 

La política contraria a la guerra fría contó en Wallace con un defensor entusiasta, aunque con el paso del tiempo acabara cambiando de postura. Hombre religioso y conocido científico en materias agrícolas, representó la actitud contraria a la ruptura con Rusia como consecuencia de una visión en parte ingenua pero también aislacionista. Pretendió, por ejemplo, que los norteamericanos no tenían nada que hacer en el Este de Europa como tampoco los rusos en Latinoamérica: eso le hizo aceptar, por ejemplo, el golpe de Estado comunista en Checoslovaquia. Truman, en realidad, no le hizo caso pero le mantuvo en su puesto ministerial como responsable de Agricultura, lo que pudo dar la sensación de que estaba en parte de acuerdo con él. Fue un acontecimiento exterior el que acabó decantando la cuestión: la guerra civil en Grecia provocó el definitivo decantamiento hacia una neta política de resistencia en todos los frentes respecto a los soviéticos. Dean Acheson formuló una tesis que luego, de un modo u otro, fue remodelándose con el transcurso del tiempo. Consistía en partir de la base de que una cesión en apariencia mínima podría tener como consecuencia una avalancha de desastres sucesivos. En su primera versión la fórmula consistió en temer que una manzana podrida pudiera poner en peligro a todas las demás. De ahí la llamada «doctrina Truman», es decir, el apoyo a los países que intentaran resistir a la penetración comunista. Pero esta doctrina tuvo como contrapartida también la ayuda material a esos países. Tal como lo explicó el general Marshall, que dio nombre al plan destinado a cumplir ese propósito, «nuestra política no está dirigida contra ningún país ni doctrina sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos». Cuando se pidió a los países europeos que presupuestaran sus necesidades, adelantaron una demanda de casi dieciocho mil millones de dólares. Quedaron reducidos, por parte de los norteamericanos, a algo más de trece mil, entregados entre 1948 y 1952. Tuvieron una importancia decisiva, como veremos, de cara a la reconstrucción de Europa. Marshall, inteligente y dotado de un espíritu práctico envidiable, había propuesto no combatir el problema en que se encontraba Europa sino resolverlo y, sin duda, lo logró